Rosales, César
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Alguna de sus obras |
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Nació en San Martín, provincia de San Luis, el 28 de marzo de 1908 y murió en Buenos Aires el 18 de diciembre de 1973. Cursó sus estudios secundarios y de letras en San Luis, Bahía Blanca y Buenos Aires.
En la literatura sanluiseña pertenece a la década del 40, junto con Antonio Esteban Agüero, Polo Godoy Rojo, Atilio Anastaso; María Delia Gatica de Montiveros; Dora Delia Ochoa de Masramón y otros. Su iniciación literaria comienza en la década del 40; en 1939, cuando el diario "La Nación" de Buenos Aires le publicó tres sonetos por primera vez.
Su vocación poética se desarrolló paralelamente con su actividad periodística. Radicado en Capital Federal formó parte del cuerpo de redacción del periódico "La Nación" y también fue jefe de prensa de la Universidad Nacional de Buenos Aires.
Fundó periódicos y bibliotecas en la provincia de Buenos Aires. Escribió poesías, ensayos y críticas para publicaciones nacionales y extranjeras. Ha dictado cursos y conferencias en entidades académicas y culturales. Perteneció a la Sociedad Argentina de Escritores (S.A.D.E.) y al PEN club.
Colaboró desde su aparición, en 1965, con la Revista puntana "Virorco", órgano de la sección San Luis de la S.A.D.E.
Entre sus obras galardonadas se encuentran: "Después del olvido" Premio Municipal de Poesía de la ciudad de Buenos Aires, y Faja de Honor de la S.A.D.E.; "Vengo a dar testimonio", 1º Premio Municipal de la ciudad de Buenos Aires; y "Cantos de la Edad de Oro"; Gran Premio Nacional de Letras de la ciudad de necochea, 1968, instituido por la Secretaría de Cultura de la Provincia de Buenos Aires.
Su producción poética es copiosa, se destacan: "Al sur y la esperanza", 1946; "El exiliado", 1952; "La patria elemental", 1958; "Vengo a dar testimonio", 1960; "Cantos de la Edad de Oro", 1966; "El cristal y la esencia", 1966.
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Oh tierra,
salvaje tierra mía;
que matorrales ciegos hacia el Sur - a lo lejos
los Picos del Rosario como garfios azules
arañan el vacío
espejeante, el silencio
del reluciente páramo - agrio Norte,
perfumadas resinas del Oeste, nevada
Comechingones, madre de ventiscas,
madriguera de leones,
plataforma y alcázar del águila sonora,
manto natal de arrieros y fogatas,
piedra dentada cuyos bordes liman
el radiante záfiro y prisionan
en sus frías aristas
los estriados vellones de las nubes
que recalan allá como cendales
amontonados o rotas espumas
de un esquife perdido en la borrasca
o en las arenas de esa costa incierta
a donde van los restos de remotos naufragios.
En ese pueblo, digo, más allá
de la estameña de sus aledaños,
más allá del puñado de ceniza
de sus muertos eternos,
más allá de sus tapias desmoronadas, más
allá de sus arroyos y del verde
matojo de arrayán de las colinas,
se yergue el Cerro Blanco
como un talud en medio del torrente,
como un puño de sal cristalizada,
como un torso de nieve o jacinto,
como un albo y altivo penacho de guerrero.
Oh cerro, duro cáliz,
flor o copa encerrada
en su prisma de pétalos y desnudos reflejos
donde los vientos beben
el néctar de las cumbres sin caídas ni vértigos,
sin embriaguez, sin nieblas ni espejismos,
sin vanagloria ni humareda vana
que sólo resistieron los dioses y los héroes.
Diente de leche del planeta niño,
cuando era apenas rosicler y bruma,
un temblor de la aurora,
un rizado de querube
recién arrebujado en pañales de luz.
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de "Vengo a dar testimonio"
Estaría toda la vida a la sombra de un árbol
oyendo cantar al pájaro de la infancia, aquel
cuyos nombres se funden en uno, intemporal,
fosforescente y mágico,
como distintas aguas sonoras en un mismo
río coral; aquel
que el oro estival del mediodía
abría su alto grifo de cristal sobre el huerto
mustio de sed.
Y el chorro cristalino
resonaba en mi oído, y más adentro,
en la campana roja del corazón, y más allá, en el fondo
de la oscura memoria.
¡Cuantas veces
iluminó su canto mi soledad nocturna, cuando el cielo
era más negro, cuando la tristeza
se confundía con mi propio rostro
y se acodaba, lívida, en la mesa
de un comedor desierto, hasta mellar el indeciso borde
del alba, hasta roer
como árido mendrugo, el huso lúgubre, la esparcida ceniza
de lo que fue,
para inclinar, vencida, la cabeza
sobre el frío mantel!
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de "Cantos de la Edad de Oro"
Las hojas amarillas,
la humedad de las piedras,
el corazón oscuro y melancólico,
¿no son los rastros mismos que el otoño
va dejando pasar?
Mira en torno las cosas:
una atmósfera tenue y persistente, una
tenaz impregnación las va invadiendo
como un moho lentísimo.
Si tocas una puerta
herrumbrosa o una flor
que apenas se sostiene ya en su débil
pedestal, o si posas la mirada
en algo más doliente aún: en esa
maravillosa ruina que el olvido ha enterrado
con joyas polvorientas
entre decoraciones de sombrío esplendor,
sabrás que es el otoño
por la pálida llama, por el oro
marchito que recubre
las formas desgastadas, sus borrosos perfiles.
Oh, pero si una mano
tocara de repente
el corazón de un pájaro o acaso
tu propio corazón; oh, si tocara
su sangre silenciosa
como río que corre debajo de las hojas,
quedaría en el aire un temblor, un sonido,
un estremecimiento misterioso
como esa exhalación que se desprende
de las cuerdas de un arpa largo tiempo dormidas
que el roce de una lágrima
o una hoja repentina del otoño despierta.
de "Textos Literarios" 3