Pereyra Sosa, Antonio

Reseña Histórica
Alguna de sus obras
La honda, Mingo y el mendigo
Checha, la lavandera

Reseña Histórica

Poeta y escritor. Nació en San Luis el 13 de junio de 1928, donde reside. Se recibió de Bachiller en el Colegio Nacional "Juan Crisóstomo Lafinur" de dicha ciudad y de Técnico Nacional Contable en la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza.

Fundador y director de la revista cultural "Huellas Argentinas" (antes "Nuestras Huellas") publicación del Centro Puntano de Letras, que ve la luz en su ciudad natal, en junio de 1980. También es vicepresidente del Centro Puntano de letras y miembro de la comisión directiva del Círculo Cultural de San Luis".

Colabora en diarios locales con trabajos de orden cultural y literarios. Ha pronunciado disertaciones televisivas y conferencias.

Ha obtenido numerosas distinciones en certámenes organizados por entidades oficiales y privadas. En 1975, 1º Premio y medalla del concurso Día del Escritor, con su cuento "El cieguito Aniceto", otorgado por el Círculo de Mujeres Intelectuales de Mendoza. Premio en cuento, en el concurso "Cierre del ciclo cultural 1975", organizado por el Círculo de Mujeres Intelectuales de Mendoza por su obra "¿Nochebuena?", 1976; 1º Premio por el cuento "La laguna del Misionero", otorgado por el Círculo de Poetas de Mendoza y esta misma entidad le dio el 1º Premio a su cuento "Mundo y Pordiosero" en el Concurso Regional "Día de la Traducción" 2º Premio, en 1975, obtenido con su obra "Checha, la lavandera", en el cierre del ciclo Cultural organizado por el "Círculo de Mujeres Intelectuales de Mendoza". Mención Especial otorgado por la Municipalidad del Partido de Matanza (Provincia de Buenos Aires) en el concurso literario de obras inéditas, 1976, por su obra "Mis poemas del tiempo", etc.

Es autor de una nutrida producción, mucha de ella inédita. Figura en el "Panorama de Cuentistas Argentinos 2", selección Nacional publicada por el Fondo Editorial Bonaerense de La Plata (Buenos Aires) 1979, con tres cuentos: "Checha, la lavandera", "La Honda", "Mingo y el Mendigo"; "Laguna del Misionero". También integra el "Panorama Poético Argentino 2, selección nacional publicado con el mismo sello editor en 1980, con tres poesías: "Madre", "Mi última oración", "Soñando", además figura en la "Antología Poética". Serie 1800 poetas argentinos del mismo sello con su poesía "Encuentro nevado".

Actualmente está preparando las siguientes obras: "Casas de mi provincia", cuentos; "Poemas del alma"; "Comprendida y perdonada", novela; "Lugones: contradictorio y rebelde", ensayo.

La honda, Mingo y el mendigo

En el barrio de los Naranjos de la ciudad de San Luis había una barra de chicos que se entretenía jugando a hacer puntería con hondas en unos tarritos de sardinas colocados sobre la pared de un sitio baldío.

Los vecinos siempre se quejaban de la actitud de estos chicos porque las piedras que no daban en el blanco llegaban hasta sus viviendas. Advertidos los padres del proceder de sus hijos, éstos varias veces fueron castigados, pero aprovechando la ausencia de sus progenitores porque estaban en el trabajo, continuaban esta peligrosa diversión.

Un día una anciana que estaba tomando sol en el patio de su casa, fue alcanzada por una de las piedras en su órbita de descenso; la pobre creyó que era su nietito que andaba jugando cerca de ella en esos momentos y sobre la inocente criatura cayó la reprimenda. Por más que trató de sostener su inocencia no pudo evitar el castigo. Otras veces fueron cristales de las ventanas las que sufrían el impacto de los proyectiles, pero las cosas comenzaron a tornarse más delicadas cuando llegó el tiempo escolar. Estos muchachitos llevaban sus hondas a la escuela convirtiéndose en elementos peligrosos para sus compañeritos.

A la menor discrepancia entre ellos sacaban sus hondas y, amenazantes, insinuaban arrojar perdigones sobre los mismos. Esa tarde la maestra fue avisada de que Juan siempre hacía esto a la salida de la escuela. Al otro día la maestra lo llamó y le dijo:

- Mirá, hijo, no traigas más la honda a la escuela. Queda muy feo que un chico educado y que viene a estudiar se porte de esta forma. A vos, ¿te gustaría que tus compañeros te hagan lo que hacés con ellos?

- No - respondió el niño, agregando - lo hago jugando para ver si tienen miedo, pero no le pongo la piedra señorita.

- Está bien, pero los chicos no saben eso. Ahora lo harás en forma de juego pero te irás acostumbrando de tal manera que después se hará un hábito en vos y cuando menos pensés, podrías sacarle un ojo a cualquiera - agregó la maestra en forma de advertencia mientras le acariciaba la cabeza.

Juan comprendió que tenía razón la maestra. Era lo mismo que sus padres le habían dicho en otras ocasiones pero la compañía de los otros chicos del barrio volvía a contagiarlo, dejando la práctica de la honda cuando se cambiaron a la casa nueva, en otro lugar de la ciudad, y jamás los vecinos se quejaron de su conducta.

Dentro del grupo había uno muy travieso y audaz. Era el que comandaba la banda, y cuando alguno de los chicos quería abrirse de la barra le decía:

- ¡Hasta cuándo vas a andar prendido de la pollera de tu mamita! ¡Ja, ja, ja! - y riéndose a carcajadas, burlonamente, agregaba: ¡Vean al pollerita! ... ¡Le han prohibido juntarse con nosotros!.... ¡Andá, que te den la teta! ... ¡Ja, ja, ja!

Los chicos para no verse burlados optaban por seguir al jefe, quién los conducía como si fuesen soldados. Cierto día se fueron a las márgenes de un río seco donde una empresa constructora clasificaba arena y, parapetándose tras un montículo de granza, comenzaron a apedrear a cuanto niño o jovencito osaba cruzar por las inmediaciones.

La banda se estaba volviendo terrible pero a la vez se iba reduciendo. Alertados nuevamente los padres pudieron corregir, sobre la marcha, la conducta de sus hijos separándolos de Mingo, el peligroso jefe. Con el correr del tiempo la barra quedó reducida a Mingo y a su honda. Los demás se apartaron aunque él siempre trató de volverlos a unir, pero fue imposible ante la dura actitud de los padres de aquellos.

Al quedar solo, Mingo buscó la forma de divertirse matando a cuanto pajarito encontraba a su paso. Era su deleite y después los arrojaba con la misma honda sobre el tejado de las casas de los que fueron sus amiguitos, como satisfaciendo un extraño despecho porque se habían apartado de él. Pero un buen día, estando Mingo a la orilla de un canal escudriñando con su vista el follaje de un árbol y buscando, con su honda, un pajarito, se le acercó un mendigo y le preguntó:

- ¿Qué hacés muchacho?

- Nada, respondió éste - Estaba buscando la tortolita ...

- ¡Ah! ... - prosiguió el mendigo -. Tiene un lamento triste. ¿Sabés por qué? - agregó.

- No - Y volviéndose hacia el anciano que se había sentado en la alcantarilla, le preguntó: - ¿Por qué? - a la par que se acomodaba en el borde del canal.

- Cuenta la leyenda - comenzó el mendigo - que la tortolita tenía un canto similar al de la calandria y estando una vez un par de ellas sobre la rama seca de un árbol, se acercó un chico y escurriéndose entre un matorral le apuntó con su honda y mató a una de ellas. La otra emprendió su vuelo veloz para regresar todos los días al atardecer y posarse en la misma rama secar a llorar a su compañera, desde entonces la tortolita cambió su alegre canto de antes por el arrullo lastimero que tiene ahora.

Mingo, después de escuchar el relato, miró fijamente al anciano. Sabía que era un alienado de la segunda guerra mundial y estaba solo en el mundo. La pérdida de sus hijos y de toda su familia le había quitado las ganas de vivir y luchar, convirtiéndose en una sombra que terminó en pordiosero. Mingo, que conocía esta historia, comprendió también el dolor de la tortolita, como el de tantos otros pajaritos que estarían llorando la ausencia de los que él había matado y, dirigiéndose al mendigo, le preguntó:

- Entonces, usted ¿es como la tortolita? - a lo que le respondió el anciano:

- Si, hijo. La diferencia es que ella llora sin consuelo y yo camino, resignado, sin destino ... - y levantándose, el mendigo puso su mano sobre el hombro del muchacho y como un consejo paternal agregó:

- Evita el sufrimiento de los demás si de ti depende, muchacho ...

Se alejó caminando lentamente. Mingo lo siguió con su vista hasta que se perdió en el recodo del camino. Quedó extasiado mirando correr el agua y escuchando el arrullo de la palomita ploma. Estaba como perdido en el espacio, rumiando las palabras del mendigo cuando, de repente, como electrizado se incorporó y arrojando su honda a las aguas del canal salió corriendo para su casa. Aquel mendigo, al contarle la leyenda de la tortolita sacudió las fibras más íntimas del muchacho. ¿Quién diría que la temblorosa voz del anciano y el lastimero arrullo de la tortolita, harían desprenderse a Mingo de su honda?

de Revista "Huellas Argentinas" Nº 8

Checha, la lavandera

En un modesto y pequeño rancho de adobones en El Chorrillo, paraje costero de una ruta turística llamada con este nombre por las sierras circundantes, vivía una conocida y guapa lavandera, junto a su marido, paralítico y cinco hijos de corta edad, apodada doña Checha. Su vida se desenvolvía en un ensombrecido y angustioso marco de penurias. Cuando el sol despuntaba en el horizonte, salía camino al corral a ordeñar unas chivas y preparar con su leche el desayuno familiar, para luego continuar camino a la finca La Adelina o el comedor La Strega o bien, a la Hostería Alemana, sus habituales fuentes de trabajo, donde una parva de ropa esperaba el fregar de sus manos. Mañana, tarde y noche y día tras día, componían la rutinaria fagina de esta incansable mujer. Su trabajo tuvo que redoblarse cuando quedó lisiado su marido al caerse de lo alto de un horno de ladrillos, cuando se disponía a cargar un carro en los hornos de don Julián. Por más que ganara, apenas si alcanzaba a cubrir los gastos alimenticios de su hogar. La suerte tenía para ella el color gris del infortunio. Todo le resultaba contrario o muy difícil de alcanzar, pero su espíritu de sacrificio y lucha la volvía fuerte hasta en la desgracia y sin desfallecer ante la adversidad, enfrentaba los sinsabores con renovadas fuerzas cuántas veces el rigor de los inviernos endurecía sus manos y entumecía su cuerpo dificultando el trabajo; esas manos que gastadas de tanto fregar, las contemplaba con angustia al verlas callosas, partidas y secas. Y cuántas veces tuvo que dejar sin terminar la tarea porque manaba sangre de sus grietas.

Cierto día una dama le aconsejó:

- ¡Doña Checha, usted no puede seguir viviendo así! Yo en su lugar, llevaría a Pedro al asilo y a los chicos al Hogar del Niño hasta que sean grandecitos y puedan darse vuelta, solos. Así, usted, podrá trabajar mejor y más tranquila y hasta le quedarían unos pesos.

- Pero ¿usted cree - respondió ésta - que eso es la solución para una mujer que quiere a sus hijos? Pedro, no podrá caminar, pero cuida a los chicos e impone orden y respeto en la casa.

Doña Checha tenía un hogar muy pobre y humilde pero era todo un hogar en la amplia extensión de la palabra. En cambio, la señora Ruth, tenía mucho dinero, joyas, pieles y una casa muy linda y lujosa, pero no un hogar. En ella faltaba la fidelidad conyugal y además el calor de los hijos. Por eso tenía esa forma egoísta de pensar, tan desposeída de amor y cariño.

Una noche en que silbaba el Chorrillero, helado viento puntano, y sacudía como flecos las pajas de su rancho, doña Checha sintió un extraño frío que parecía congelar sus entrañas. Era como un frío de impotencia, inseguridad, donde la crueldad invernal parecía menos dura frente al futuro incierto que la vida le ofrecía. Pero esa noche también tuvo un sueño. Se soñaba niña, con un largo vestido blanco bordado con hilos brillantes y perlas, llevaba en su cabeza una corona de jazmines con azahares de naranjo que realzaban su rubia cabellera. Lucía tan hermosa como un beso de sol y en sus manos llevaba dos sarmientos que depositaba a la Virgen de Fátima en su capilla de El Chorrillo. Toda la gente del paraje y de la capital puntana, próxima a la zona, se encontraba a la vera del camino con antorchas y banderines, mientras ella, postrada de hinojos, observaba que la Virgen tendiendo sus manos se las ofrecía en un lenguaje sin palabras, sin gestos ni ademanes, de espíritu a espíritu:

- Toma mis manos para que te ayuden a lavar y dame las tuyas sangrantes que lloran como las de mi hijo.

Y ella, con la mirada absorta ante la Reina de los Cielos, confundida por el ofrecimiento seguía impávida sin articular palabra, hasta que en un momento, también de espíritu a espíritu, le respondió:

- Déjame, Madre seguir con las mías, pero ¡dale vida a los sarmientos de mi Pedro! ...

Tomó la Virgen aquellos dos sarmientos y devolviéndoselos, la mandó que se los llevase; ella se incorporó y volviéndose, entre dos filas de peregrinos, avanzaba como suspendida a ras de suelo para perderse en la distancia. Cuando despertó de aquél fantástico sueño, el día había aclarado y vió que Pedro no estaba a su lado. Con la angustia hecha tenaza en la garganta y el corazón temblando de intranquilidad, se levantó para ir en su busca cuando vió que bajaba del cerro con una haz de leña sobre sus hombros.

La sorpresa fue tan grande que corrió hacia él y abrazándolo, no cesaba de contarle su bendito sueño a lo que agregó Pedro:

- Cuando desperté escuché una música tan hermosa en la XXXX que fui a ver quién la tocaba, y al callarse cuando llegué, recién me di cuenta de que había caminado solo. Estaba como perdido, atontado ... No llegaba a comprender lo que me sucedía, me tocaba las piernas ... los brazos ... los ojos, para ver si estaba despierto o soñando y al bajar tropecé con este montón de leña.

Pero el asombro de Checha no terminaba aún. Cuando fue a levantar a sus hijos para anunciarles la buena nueva, y mientras peinaba la cabecita del más pequeño, observó que sus manos lucían esplendorosas, suaves y encantadoras como las que la Virgen le había ofrecido. Su alegría fue tan grande que sus brazos se alargaron para poder estrechar, de una sola vez, a su marido y a sus cinco hijos.

Aquel sueño de Checha había sido un pedido a la Virgen que su espíritu le solicitó mientras ella dormía, y que la Santa Madre complacía al verla desposeída de egoísmo y que lo había efectuado con tanta fe y amor que el viento Chorrillero, al pasar por la capilla de Fátima, fue el encargado de llevar hasta el rancho de la lavandera el milagro portador del consuelo y la alegría.

Por eso los moradores de aquel paraje, cuando corre este helado viento del sudeste puntano, abrigan la esperanza de que se repita en sus vidas el milagro de Checha, la lavandera.

de "Panorama de Cuentistas Argentinos 2"

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