Godoy Rojo, Polo

Reseña Histórica
Alguna de sus obras
El Maíz
Después del malón
Justo Gómez, baqueano
Hombre de la ciudad

Reseña Histórica

Nació en Santa Rosa del Conlara (San Luis) el 26 de enero de 1914. Egresó de maestro en la Escuela Normal de Villa Dolores (Córdoba) en 1933. En 1936 comenzó su actividad docente en la Escuela Provincial de Concarán (San Luis), para continuar ejerciéndola en otros apartados lugares de su provincia natal. Su labor de maestro lo hizo escritor; en la escuela rural vió el desamparo del hombre de campo, desamparo moral tanto como económico y sintió necesidad de decirlo. Así, este escritor puntano, lo ha manifestado en diversas oportunidades: "... Ellos los hombres del campo argentino, las gentes sencillas y su dolor, me han hecho a mi escritor ..." (*)

Ha recibido el reconocimiento favorable de varios organismos. En 1954, obtuvo el 1º Premio de Teatro Vocacional de la Agrupación Impulso de Buenos Aires por su obra "Simiente sagrada". Su libro "Mi valle azul" recibió el Premio Región Centro de la Dirección Nacional de Cultura, trienio 1951/53. En 1961, se le otorga el Premio Argentores para autores del interior por su obra "El despeñadero"; y su novela "Donde la Patria no alcanza" es laureada con el 1º Premio de la I Bienal Puntana de Literatura y con faja de Honor de la S.A.D.E. (Capital Federal).

Entre sus principales publicaciones se destacan: "De tierras puntanas", poesías, 1945; "El malón", cuentos, 1947; "El clamor de mi tierra", poesías, 1949; "Poemitas del alba", poesías, 1955; "Relatos para niños", 1953; "Mi valle azul",poesías, 1955; "Campo guacho", novela, 1961; "Teatro de juguete", 1965; "Nombrar a mi tierra", cuentos, 1970; "Donde la Patria no alcanza", novela, 1972; "De pájaros y flautas", poesías, 1977; "Cuentos del Conlara", 1979.

En la actualidad se encuentra en Córdoba, donde reside en esta ciudad desde hace tres lustros y sigue escribiendo.

(*) Polo Godoy Rojo: "Cómo empecé a escribir", El Diario de San Luis, ediciones del 4-10-81 y del 11-10-81.-

El Maíz

¡Nunca bien alabado don de América

reventando en espigas!

Caliente sangre mártir

vuelta savia nutricia.

En las hondas raíces de la tierra

da con el grito indígena.

Silva un llanto de quena entre las cañas

y en el noble maíz se corporiza.

Rompe costras de siglos y renace

enjoyando una espiga.

Anda la Pachamama por los surcos

hundiendo comedida las semillas.

Y en las vegas y cañadas, y entre piedras,

tesoros sin tinajas multiplica

y a la mesa del pobre se la adorna

con el locro y la humita.

Revienta la flor nevada en las cayanas

y sonora en las bocas se hace harina.

Este es el generoso don de América,

oro hinchando la espiga.

Que en las hondas raíces de la tierra

da con el grito indígena.

Y hace rueda en la mesa de los pobres

ya en la blanca mazamorra, ya en la humita.

La buena Pachamama, protectora,

ya por las chacras también pelando espigas.

Y para una esperanza, unas monedas,

en la mano del criollo deposita.

Entre las chalas resecas

el tin-tin de las espigas.

Este es el don de América la rica tierra de Indias.

Una hilera de dientes apretados

Reventando de vida.

Raíz dando en la carne pisoteada

Del poblador indígena.

Nevada flor brincando en las cayanas,

Mazamorra y humita.

Grito y dolor subiendo por las cañas

Cuajándose en espigas.

Himno al viento en los trojes y en las chacras,

En le verdor que crece, en la semilla.

Himno dando en el cielo. Un himno nuevo,

Un himno colosal para la espiga.

Donde veo una raza que aún se ofrenda

Volviendo de insepulta lejanía.

Donde veo una suerte de favores

Para aliviar clamores y desdichas.

Una escondida voluntad buscando

Fertilizar sonrisas.

La Pachamama, sí, la Pachamama,

Que a sus brotes cobija.

Subiendo con su llanto por las cañas,

Vuelta savia nutricia.

Este es el rico don de América

¡oro y pan en espigas!

de "Mi valle azul"

Después del malón

Cuando el alba subió por colinas y recuestos, el padre Sixto la esperaba hacía horas ya. La alta y delgada figura se movió en luz y ganó la calle despareja y áspera de pedregullo. El aire fresco de la madrugada le infló los pulmones y jugueteó mansamente con su barba rojiza y con la sotana raída y deslustrada.

Tenía enrojecidos los ojos por muchas noches de insomnio y en el rostro anguloso y demacrado, la tajante señal de un honda preocupación; las manos firmes y nerviosas ciñeron el blanco cordel a la cintura y los ojos pequeños y de vivo mirar escudriñaron anhelantes todos los senderos que dibujaba ya la luz difusa del amanecer.

Mientras el lucero cobrara altura en la inmensidad de la bóveda celeste que cía más allá de las sierras, el padre Sixto, escuchando las palabras de San Mateo: "Bienaventurados los que lloran porque ellos recibirán consolación", y desbordado el corazón de aflicciones, continuó esperando en medio del silencio más profundo.

Hacía varios meses que una segunda invasión de los ranqueles había arrasado con cuanto existía en la aldea de Renca. Milagrosamente los pobladores habían logrado escapar, apenas si con lo puesto, hacia las colinas cercanas, en desesperada fuga por tierras fragosas y quebradas.

Todo quedó a merced de los invasores que, ávidos, cargaron con el botín deseado y remataron su fiesta pillaje destrozando y quemando cuanto no les era posible llevar.

El padre Sixto, apenas si cargando con el espino del Milagroso Señor de Renca, había conseguido huir también hacia los altos roquedales en medio de la dispersión general.

Parte de la noche y mitad día siguiente estuvo aislado en el monte, alerta el oído esperando que el tropel de los cascos le anunciara la retirada del cruel invasor, que en los últimos tiempos, seguro de que los debilitados fortines no les ofrecerían mayor resistencia, no se contentaban con excursiones relámpagos, sino que, cuando les parecía bien, acampaban durante un día o dos como en propio dominio.

Por fin, cuando desde su hontanar comprobó que el invasor se alejaba, a paso calmo, solo, temblándole las manos de desasosiego, regresó deseoso de comprobar que había sido de la capillita que él viera perderse entre gruesas nubes de humo al alejarse.

Como una lluvia mansa el llanto le llenó el corazón ante el cuadro que tuvo ante sus ojos. De la capilla apenas si el altar y las fuertes murallas de adobe y parte del campanario quedaban en pie. Lo demás, imágenes y ornamentos habían sido destruidos. El mismo aspecto desolado y tétrico ofrecía el caserío, como si las furias de reciente terremoto lo hubieran sacudido en forma despiadada.

En aquel momento evocó el esfuerzo realizado por todos para levantar poco a poco aquella aldea pequeña, pero que se alzaba a la vera del Conlara con tanta pujanza y que hasta entonces pareciera haber estado protegida por el Señor del Espino, que los pobladores veneraban.

Pero por dos veces consecutivas el río había sido transpuesto y los pobladores diseminados a los cuatro rumbos, lacerados en su fe, menguados en sus esperanzas y lanceados por la furia rebelde que los había llevado a descargar sobre ellos todo el odio acumulado por las traiciones y atropellos de los cristianos.

¿Qué hacer? El padre Sixto bebió en silencio sus lágrimas y naufragó en tal desolación, sin esperanzas de auxilio, sin posibilidades de conseguir manutención, amenazado por el retorno de alguna partida de indios, aún en contra de todos sus deseos, emprendió una marcha desazonada. Bajó por la barranca gredosa del río, bebió largamente del agua cristalina, llenó cuidadosamente los chifles, contempló por última vez a lo lejos las ruinas de la capilla y subiendo por la barranca opuesta dejó atrás el río que culebreaba entre verdes esplendorosos.

A eso de medianoche, en tanto se reponía de su incesante andar oyó a lo lejos algo que le pareció un gemido que a veces se prolongaba en atiplado llanto, cediendo su turno luego a un fúnebre aullido que resbalaba lastimeramente sobre el aire en sombras.

- Aquél que llora es un hijo del Señor - se dijo y olvidado de su fatiga avanzó guiado tan sólo por su oído, entre agudos piquillines y churquis agresivos que se prendían de su sotana con saña. Cuando le pareció estar cerca, aumentó su cuidado; avanzó cautelosamente, inquieto el corazón, estremecido el alma por aquel lamento desconsolado. Al llegar a un desplayado, el cuadro que vió a la pálida luz de las estrellas lo consternó más todavía: un niño de diez u once años, tendido boca abajo, sollozaba sin consuelo.

El padre Sixto se le aproximó suavemente.

¿Quién eres, hijo mío?, - le preguntó en tanto le buscaba el rostro intentando reconocerlo. El niño no hizo movimiento alguno. Por un momento quedó mirándolo absorto.

- ¡Querido! ¡Di que tienes! - volvió a hablar el padre Sixto, en tanto inclinándose le acariciaba la cabeza.

Tornó el niño a mirarlo y exclamó como si no creyera lo que estaba viendo: - ¡Padre Sixto!

- ¡Pedrito! Le ayudó a levantarse, le dio parte de su torta, le alcanzó el chifle y después, sentado, escuchó la historia del muchachito que era la de casi todos los pobladores de la aldea destruida.

- ........ y así quedé solo. De nadie supe. Me gané p'al campo buscando é salvarme ... hi pasau mucho miedo y hambre, padre. - Y luego preguntó entre un entrecortado sollozo: - ¿Usté no vió a la mama o al tata, padre?

- No, hijo, no los vi - respondió - Pero es seguro que estarán bien. Además, consuélate, porque ya no estás solo. El Señor nos acompaña, ¿ves? - Y con gesto pausado puso ante los ojos del niño, el pequeño santo clavado en el espino, alumbrado levemente por un pedacito de luna.

- El santito nuestro! - dijo el niño besándolo.

- ¿Quieres irte conmigo?

- ¿A dónde, padre?

- A donde sea; lejos de la desolación que dejamos atrás, lejos de todo lo que nos recuerde que un día fuimos felices y que ya no podremos serlo nuevamente.

Una mano llena de gratitud recibió por toda respuesta. Y una pregunta que era un ruego:

- ¿Y me dejará llevar también al Clavelito? - El padre Sixto no comprendió.

- ¿Qué no lo ha visto, padre? - añadió al tiempo que señalaba hacia un perrito lanudo que dormitaba con el hocico pegado a la tierra no lejos del amo.

Asintió sonriendo el padre y de tal manera fueron tres los que continuaron la marcha hacia las faldas de la sierra Comechingones.

No eran pocos los vecindarios donde la indiada había arrasado con igual fuerza destructora que en Renca; a su paso lo comprobaban. El padre hallaba oportunidad para dejar en puestos y caseríos su consejo sabio y su palabra llena de consuelo para todos los corazones.

- Esto pasará ... vendrá el reinado de la concordia y del amor, - pero le sucedía algo inexplicable; a medida que daba ánimo a los demás, sentía aumentar un remordimiento que atormentaba su conciencia y las palabras del Señor le sonaban sin cesar en el corazón. "No temáis a los que matan el cuerpo más el alma no pueden matar". Por qué había abandonado su capilla. ¿No era aquél, su sitio destinado? ¿Y si sus fieles regresaban qué pensarían de él al no encontrarlo? ¿Por qué había obrado así, cuando su deber le señalaba permanecer firmemente en su puesto?

Se abrió para si el pecho y comprendió su grave error; había tenido miedo, mucho miedo; ya no le quedaban dudas. Había sido cobarde. Se había comportado como un chiquilín temeroso y desorientado. Y oraba y oraba y rogaba a Dios le diera mucha fortaleza y le alumbrara el mejor camino.

Y un día, tras un suspiro de alivio, habló a su pequeño amigo y compañero: - ¿Sabes hijo que nos volveremos?

- ¿Allá padre? - Los ojitos chispiantes preguntaban también incrédulos. Para agregar luego de un momento de silencio: - Pero yo tengo miedo padre. ¿Por qué no nos quedamos por aquí otro tiempito? ¿No ve qui hasta aquí no'han de llegar? El temor era más poderoso que el deseo de ver a los suyos por eso hablaba casi llorando endulzado su canto provinciano por la sinceridad de lo que era desesperada rogativa.

- La casita del Señor está en Renca y allá debe morar; no temas; Él nos protejerá.

Y tras una nueva pausa, la esperanza otra vez cobró brillo en las palabras de Pedrito.

- Y más si ya tan de vuelta en Renca, mama y tata?

- Eso es casi seguro, hijo.

- Y a lo mejorcito m' están esperando y andan caídos lo que yo no aparezco, ¿nu'es cierto? - añadió juntando las manos como rogando para que toda esa larga aventura terminara bien.

Y una mañana fresca y fragante de la primavera serrana, emprendieron el regreso. El padre Sixto llevando siempre el espino con el Milagroso Señor, el niño con su alegría contagiosa y el Clavelito pisándole los talones a su amo. Muchos días anduvo todavía el padre merodeando la aldea, sin decidirse totalmente, a llegar, bajó quebraditas, se perdió en las abras procurando hablar con sus conocidos que habían buscado seguro refugio en las serranías, conformes con la vecindad de algún providencial ojo de agua.

- Hijos, ¿no vuelven a Renca? - les preguntaba al encontrarse con alguno de ellos.

Y las voces rudas que respondían desalentadas: No, padre, pa'qué!

- Yo retorno allá a llevar al Señor a su morada. ¿Por qué no me acompañan? Y las mujeres y los niños, hambrientos y semidesnudos que le respondían como pidiéndole perdón:

- Iríamos ... pero los indios es seguro que volverán ... y les tenemos mucho miedo, padre.

El no se daba por vencido y apelaba en apoyo de su iniciativa a las palabras de San Mateo: "Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá".

¿Por qué desesperáis? - preguntaba clamante, ansioso por convencerlos, hundiendo la luz de sus ojillos en lo que no querían entenderle.

- ¿Cómo se animan a dejarlo solo al Señor? - Y aunque sus palabras conmovían a sus oyentes, no cedían sin embargo. Estaban acobardados.

- Volverán los indios, padre. Están muy bravos y quién sabe si otra vez alcanzaremos a salvarnos. ¿Qué vamos hacer en defensa si no contamos con armas ni güena caballada? No tienen sobraus ... Si el gobierno nos mandara un güen piquete ...

- Pediremos y nos mandará.

- No, no - finalizaban diciendo con los brazos caídos.

- Está bien. Me iré solo y una semana los esperaré allá teniendo en guarda al Milagroso Señor para que vuelvan a poblar en su vecindad. Si para entonces no lo rodean con la fe que dicen poner en Él, tomaré otro camino, le buscaré trono en otros corazones mas agradecidos donde crean de verdad en la pureza de su amor y le busquen sin cansarse con los ojos para fortalecer su humana debilidad.

Y cruzaba de aquí para allá la alta figura del padre Sixto, venciendo con su entusiasmo el agobiamento de años que tendía a encorvarlo más y más, aleteando la sotana a todo viento, ágil el pie en la gastada usuta, que parecía llevarlo como sobre alas de milagro sobre roquedos y plantas espinosas. Su palabra dulce, pero terminante, llegaba y sacudía a todos los corazones:

- Una semana esperaré allá y vuestro deber es regresar. No lo olvidéis, hermanos.

Ahora, apenas si contando con la compañía de su pequeño sacristán, comprendía que estaba a punto de vencerse el plazo de una espera que se había hecho larga y desesperanzada. El último día, había llegado. En vano en las mañanas anteriores había batido las campanas que velaban dando sones sobre el desamparado caserío. No le había afligido la soledad en la que miraba transcurrir los días ni la posibilidad de tener que marcharse después a donde lo destinaran; su preocupación era mas profunda y dolorosa. ¿No era suya la culpa de que sus feligreses hubieran perdido totalmente la fe por aquella debilidad que lo llevara a huir después del malón?

Largas noches había pasado sufriendo amargamente por aquello pidiendo a Dios fuerzas para no desesperar; aquella tremenda soledad aquellas ruinas perdidas en el más pavoroso silencio, lo conturbaban.

Pero ya el día definitivo había llegado. Lo había esperado de pie, impaciente y combatiendo permanentemente con la vieja duda que le ensombrecía los ojos y lo hacía ir de un lado para otro como sin sentido.

Finalmente, incontenible, había trepado por la semidestruida escalera a lo que quedaba del campanario a otear el horizonte con desesperación.

- ¿No vienen, padre? - La voz del niño lo sacó de sus cabilaciones.

- ¿A quién esperas? - respondió ocultando su desazón y sin poder acallar su mal humor.

- A la gente, padre. Ahora se cumple el plazo que les dimos, pues agregó muy resuelto el niño.

Y de nuevo se quedaron mirando a lo lejos, ansiosos y en silencio. La mañana empezaba a dibujar nítidamente las colinas verdegueantes, los sauces aledaños, la hondanada del río, los senderos abiertos y semiborrados entre los ásperos pedregales.

Y fue de pronto como bajando de los cerrizales más altos, que unos puntos empezaron a tomar forma y movimiento.

El padre Sixto se llevó las manos al pecho. Luego extendiendo la diestra, tras un suspiro, dijo:

- ¿Ves? ¿Ves aquello? - Su voz era ronca y temblorosa.

- ¡Sí, sí, padre! ¡Vienen! - gritó el muchacho con entusiasmo.

- ¡Sí, hijo, vienen! - Y se abrazaban y reían, trepados arriba y el perro saltaba y aullaba compartiendo la alegría de ellos.

Y de inmediato, agitaron con fuerzas las campanas y el metal de su voz se entendió en cantos y en himnos por sobre las ruinas, llenó el cielo, invadió los senderos y salió al encuentro de las familias que regresaban, cansadas y aún temerosas, pero anhelantes de ver su rancho y al santito querido, decididos a pagar con sacrificios y "mandas" aquella hora de cruel descreimiento que había tenido.

El sol bailoteó en los picachos y se perfumó con todas las hierbas de la hondonada para salir a festejar la llegada de los que retornaban.

Y allá, en lo alto, desde aquel pedazo de torre que ya se venía abajo, el padre Sixto dejaba caer mansamente consoladoras lágrimas, en tanto el niño, señalando las formas que se percibían claramente ya, gritaba: - Padre, ¿no ve? Aquel del sombrerito cario es tata y más atracito viene mama con las chicas montadas en la cebrunita. ¿No es un milagro, padre?

Sobre la orfandad y la ruina, por obra de la fe, amanecía de nuevo la esperanza en la aldea de Renca.

de "Cuentos del Conlara"

Justo Gómez, baqueano

De sobra se sabía quien era el viejo Justo Gómez. Su historia era larga y se había desparramado por todo el norte de San Luis, corrido por los llanos de La Rioja, ponderado alrededor de los fogones de San Juan. Era vivo y tenía mas mañas que mula zaina. Chiquito, encogido, con el ponchito desteñido al hombro, chupando siempre como ausente su cigarro de chala, los ojos de gato entre las tupidas cejas denunciaban su corazón filoso como cuchillo. Cuando él decía "pucha" o "miesca", ya estaba el bufoso en su mano echando humito ... Para la baraja no se conocía otro más peine que él, pues nunca le había de faltar la carta de triunfo en la mano y otro no había de ser el que diera el primer manotón al candil si el caldo se ponía espeso ....

Pero aquella vez hacía falta un baqueano, un hombre que no fuera a hacer perder el rumbo a una tropa de hacienda muy importante que debía ser entregada en San Juan. Que supiera además ubicar las aguadas y señalar con precisión las mejores pasturas donde llegar a la hora tal para dar respiro a los animales y poder, luego, con gran exactitud, calcular el grado de resistencia del arreo para que alcanzara a cruzar, sin desfallecer, la región de desiertos, que los había y de muchas leguas.

Y para eso el viejo Gómez que ni pintado. Como arriero, no tanto, porque ya pisando los setenta, aunque enterito todavía y muy aguantador, le faltaba el empuje necesario que el oficio exige. De tal manera fue nada más que por baqueano, que lo contrató el Capataz, aun conociéndole todas las mañas.

Tres días de marcha llevaban ya y él había demostrado que no era gratuita su fama. El calor sofocante, la sed y el cansancio, traían aplastado al arreo y más lejos se les hacía "La Botija".

La tierra reseca y floja se elevaba como una ceniza, los emponchaba enteros, se les entraba por los ojos y la boca y se les quedaba pegada en las gargantas resecándolas. Las botas con vino caliente y los chifles con agua se alzaban a cada momento con temblor de fiebre hasta las bocas y parecían clarificar los gritos: - ¡Juira! ¡Juira, mañoso!

- ¡Juira, novillo 'e porra. - Y otra vez Casimiro delanteaba con el encuentro de su caballo a un tostado emperrado en pegar la vuelta y le dejaba llover chicotazos en el anca sudorosa ya charqueada por la filosa cola del rebenque.

- ¡Despacito por las piedras, muchachos! - le gritaba levantando las manos el viejo Justo, viendo que la rabia le hacía perder los estribos a su bisoño compañero.

- ¿Pero no lo ven al tostau ese? ¡Ya me tiene cansau! - Y el único ojo que le había quedado en la cara flaca, le chaguaba la rabia al Casimiro.

Por un rato, con la cabeza gacha, deflecando hilos de cansancio el belfo brillante y cálido, parecía conformarse, pero a poco andar se apartaba de nuevo, se metía atrás de algún tronco seco o tupida ramazón el novillito y ahí se quedaba, brava la mirada, plantado sobre las patas firmes, tirada para abajo la cabeza amenazante, como dispuesto a morir en defensa de sus ganas de volver a la querencia.

- ¡Afa! ¡Desgraciau! - Y desmontando el Casimiro y flexionándose como un alambre lo cubría de azotes y de palos.

- ¡Pacencia, Casimiro, pacencia! - intentaba calmarlo de nuevo el viejo.

- Que pacencia ni pacencia! Este tostau tiene el uñudo en el cuerpo y yo se lo voy a sacar a lazazos limpios! - Y cuando de nuevo estaba por empezar a repartir golpes, el viejo Justo se descolgó de su cabalgadura y mientras se acercaba a las chuequiadas como loro viejo, le fue hablando pacientemente: - ¡Así no, muchacho... esperate, hom ... así mirá y aprende! ¡No seas tan cambón! - Y tocándolo despacito con el cabo del rebenque y hablándole al tostado como si fuera un chico, lo hizo salir mansito.

- ¡Juira! ¡Juira! - se escuchaban más adelante los gritos que iban resultando inútiles para algunas bestias porque el cansancio las doblegaba haciéndolas balar, como gritando "¡basta!"

- Van aflojando fiero don Justo. ¿Qui'hacemos?

- Veia ... ya himos de salir d'esta secadal. A eso del anochecer llegaremos a un campo de güena pastura y agua hallaremos ... descuide usté.

Siguieron la marcha, paciente, despaciosamente ... la luna les enseñaba el rumbo ceniciento de la borrosa huella ... Tras poco andar entraron en una zona boscosa, y al llegar a un gran desplayado el baqueano indicó un ranchito diciendo: - Ahí 'ta el bebedero, viejo, lo ve?

Y así nomás fue. Los animales bebieron desesperados y tranquilizados, luego de mordiscar un poco, se echaron a descansar mientras los rondones ocupaban el lugar asignado y el resto entraba a desensillar y tender las mantas para estirarse, el viejo mirando al sur y echando leñita al fuego, les advirtió:

- No se dejen cáir en los cueros como tejos, muchachos, que va llegar la tormenta ... y ¡quién sabe! ¡El diablo no duerme ... puede ser brava! - La noche pesada, silenciosa, parecía darle la razón.

- Capaz no más qui'así sea, Justo. - dijo don Loncho, un hombre con muchos años encima pero prudente, amigo de hablar poco pero respetado por todos. El cansancio que cargaba como XXXX XXX XXX plomo la espalda de los hombres y les aflojaba las piernas entumecidas, les dejaba caer por la boca el silencio estrellado de la noche ...

- Ta cansada la gente. - dijo en una de esas el viejo Justo medio atorado con un pedazo de carne.

- ¡Como pa'no ... ! - fue la respuesta de don Loncho, de cuyo rostro se había borrado ya su sonrisa permanente. Las llamas, bailoteando, bronceaban el rostro de los hombres que formaban la gran rueda. Más allá las mulas pellizcaban golosamente las hierbas. La hacienda, echada, rumiaba lentamente. Uno que otro resolplido alertaba la noche y algún colcón dejaba oir su fúnebre lenguaje desde la cerrada ramazón.

Pero aquella profunda serenidad, en un abrir y cerrar de ojos fue violentamente barrida.

- ¡Ya se vino la tempestá! - se le oyó gritar al viejo Justo, peléandole al viento las pilchas que le arrebataba; a la vez, sin perder el tino se lo veía zapatear con furia las llamas del fogón, como un bailarín de malambo que hubiera enloquecido, en su ardor de apagarlas. No hubo tiempo para más. La punta del viento se abatió con furia sobre la alta ramazón de los árboles añosos, pero arrastrándose bajo una creciente oscura de polvo y hojarascas, XXX reventón intempestivo del trueno hizo espantar a los novillos que se levantaron repentinamente como una bandada de palomas. Dando un bufido, pegaron media vuelta las mulas; don Loncho, viendo fiero el asunto, tiró un manotón a las riendas y no las alcanzó; perdido por perdido, ensayó otro capujón alcanzando a prenderse del correón. Fue en ese instante que sintió un fuerte tirón que intentaba sujetarlo de atrás; a la luz de un relámpago alcanzó a distinguir al viejo Justo, la melena al viento como penacho de coracero, que dispuesto a escapar de aquel remolino de locura, había alcanzado a prenderse de su ponchito y allá iban los dos, como alma que lleva el diablo, arrastrados por la mula que huía espantada.

- Como cincuenta metros habrían corrido así en la oscuridad, volando por entre las ramas, árboles y churquis, salvando el bulto milagrosamente de troncos y espinales, cuando en una de esas se llevaron por delante un grueso algarrobo y ahí quedaron. No habían alcanzado a enderezarse, cuando oyeron aproximarse un tropel horrendo. Como cuzcos acobardados se parapetaron tras el mismo tronco, cuando balando enloquecidos, con un ruido infernal de pezuñas y ramas que sonaban como tiros al quebrarse, pasaron los novillos en ciega carrera.

Todavía sintiendo temblar la tierra por aquel enloquecido aluvión, tiritándole le pera, habló el viejo para decir:

- ¡De la suerte que nos libramos!

- Por suerte n'himos muerto aplastaus como sapos - le respondió don Loncho como saliendo de una pesadilla. Sabía que un milagro los había salvado.

- ¡Vino fiera la mano esta güelta!

- ¿Ti 'has lastimau? - Sólo alcanzaba a distinguir el bulto del viejo.

- Un chichonazo en la frente, nada más. ¿Y vos?

- Una pelageadura en la cara ... De la que nos salvamos...!

Alejándose el tropel de la hacienda seguía haciendo remecer la tierra y los balidos, lastimeros o embravecidos y el grito de los hombres llamándose unos a otros, o dando fuertes clamores, hacían semejar aquello al purgatorio.

- ¿Y ahora qui' hacemos, Justo?

- ¿Yo? Prender un cigarrito é chala, Loncho. ¿Y vos?

- Y yo ... prender otro si es que me convidás ... porque ya 'toy viendo qu'hi perdiu la tabaquera. - dijo sin alterarse,

Empezaban a echar humo, cuando grito va y grito viene tantenado a lo ciego en medio de la oscuridad, fueron reuniéndose todos los arrieros que habían quedado a pie como ellos.

El balance del desastre daba dos bajas en hombres que habían sido pisado por los animales y otros cuantos muy golpeados. Tratando de conservar la serenidad, el Capataz armo de nuevo la rueda y empezó a deshilar sus preocupaciones.

- Güeno, muchachos ... ustedes ven, ando con la yeta encima. Hi quedau sin hacienda, hay dos hombres malamente golpiaus y además, estamos todos a pie. ¿Qué les parece a ustedes ... qué podimos hacer?

Nadie dijo nada. El silencio se hacía más pesado sobre el abatimiento. La tormenta seguía tronando alto y se iba lejos sin dejar caer ni una sola chispa. Los rostros bruñidos por una bailoteante llamita, hablaban de una honda preocupación que cada hombre rumiaba muy adentro.

- Les pedí una opinión - insistió el Capataz echándose la vieja manta al hombro. El menos como el que más me puede dar la suya en esta ocasión. - los ojos doloridos parecían implorar.

- ¿Qué me decís Loncho?

- Nada puedo decir, porque no soy muy conocedor d'estos parajes. De no con gusto. - Y siguió chupando su cigarrito.

- ¿Vos Justo?

- Y ... yo no sé - respondió acomodándose el viejo chiripá amarillento.

- ¿Vos, Juan? ¿Tomás? - Ninguno dijo esta boca es mía.

- Ta los gauchos estos! - les tocó el amor propio con rabia el Capataz.

Fue el viejo Justo el que sintió más vivamente el chuzazo.

- 'Ta bien, - dijo acomodándose el sombrerito -. A mi me parece que lo que debimos hacer es tomar mate y después dormir. Cuando aclare juntaremos las pilchas y buscaremos las mulas, que nu'han di'andar muy lejos. A más - agregó como fatigado de tanto hablar - hágale una promesa a la Dijunta Correa pa'que li'arrie toda l'hacienda pa'l norte ¡nosotros cortaremos deraceras con ese rumbo y a la tarde ya la podremos juntar.

Todos se habían quedado mirándolo al viejo sin entender ni jota. No sabían si hablaba en serio o si les estaba tomando el pelo.

- ¿Y por qué l'hacienda ha'i tomar al norte y no al sur, que es donde tiene la querencia? - preguntó Juancho, luego de una pausa, como para ponerlo en apuros.

Era retobado el viejo y de pulgas ariscas, así que ahí nomás se le volvió sobre el lazo.

- A mi mi'han pediu una opinión y l'hi dau. Al que no le guste que se calle o que se vaya a rascar a la casa de su agüela.

- 'Ta bien, 'ta bien!, - apaciguó el Capataz, que se veía venir otra desgracia encima. Y agregó: - En eso de la promesa 'toy di'acuerdo, porque sólo un milagro puede hacer que me junte con los animales y desde ya, perdiu por perdiu, se l'hago a la Dijuntita Correa como indica el amigo Justo. Algunos asintieron con la cabeza y otros torcieron la boca, como diciendo: - El viejo Justo está re loco!

- Eso sí, - continuó diciendo el Capataz -, me gustaría saber porque piensa que l'hacienda va buscar al norte, en vez de rumbear pa'la querencia.

Quedó mudo el aludido, luchando sin duda por vencer al indio que se estaría muriendo de ganas de mandarlos a pasear a todos de una vez, por desconfiados.

Entonces se quitó el sombrero el baqueano, dejando al aire los pelos de la cabeza, duros, parados, se rascó medio por detrás de la oreja y después de humedecerse los labios secos empezó a hablar desganadamente.

- Vea, don, lueguito parará el viento sur y entonces, l'hacienda s'echará a descansar, ¿m'entiende? A parte del alba se levantará viento norte; entonces como los animales van a estar sedientos, olfatearán como locos el agua 'e la Laguna Amarga, que si'haya a seis leguas di'aquí. Quiere decir que si nosostros salimos junto con lo'arranquen los animales de donde s'encuentren vamos a poder juntarlos al atardecer y tiene que ser antes 'e que lleguen a la laguna pa'no dejarlos beber, porque animal que llegue a tomar d'esa agua hai nomás quedará la pata dura.

Nadie dudó más. Todos parecieron acordarse, entonces, que don Justo Gómez siguiendo a la Chapanay o con las partidas del Chacho no una, sino muchísimas veces, había cruzado desiertos en todas las direcciones.

Cuando el sol empezó a pintar, los que encontraron las mulas entraron a contar camino en la dirección señalada por el baqueano. Algunos hombres se quedaron campeando sus cabalgaduras, y otros dos cargando los heridos, emprendieron el regreso. Duro fue el andar de ese día. Otra vez quebrados terrenos, malezales, bosques cerrados en partes, con el peligro de pumas y viborones, la sed quemándoles la garganta y el desaliento, el cansancio, chamuscándoles las palabras, achicharándoles los pensamientos.

Pasado el mediodía cortaron los primeros rastros en listas hondas que avanzaban decididamente hacia el norte. Entonces empezó a volverles el alma al cuerpo. No iban errados. Más allá fue uno que otro animal apareciendo como desjaritado, y con el testuz al aire, olfateando con desesperación el agua, babeante el hocico, lastimero del balido, alargando más y más el tranco a impulsos de su desesperante sed.

Cuando dieron alcance al primero, el milagro que estaba haciendo la Difunta Correa se les hizo patente. De a uno a uno fueron juntándolos no sin trabajo, ya que la laguna los atraía con la promesa del agua que venteaban en el aire, haciéndoles cambiar el rumbo.

- Hay que darles muy duro, porque van a seguir porfiando fiero. La sed los mata y hay que ganarle al tiempo, por lo que debemos apurarlas. Al que se caiga hay que dejarlo, nomás, patrón, porque al "Balde" tenimos que llegar con l'oscuranza, porque sino, todos van a parar la pata.

Y entraron a ponerle fuerte, olvidados de la sed y el hambre, dele azote y grito a las bestias, muchas de las cuales, rendidas, se dejaban caer como un montón de huesos. El tostado rebelde, que tanto había hecho renegar a Casimiro, fue uno de los primeros en quedar tendido ... Los otros, al ventiar el "Balde", llenaron el oscurecer de balidos y poderosos golpes de pezuñas; envueltos en un remolino de polvo, con el último aliento mojaron el hocico en el agua fresca que sacaban sin cesar los grandes noques. La tropa estaba salvada.

Y así un día alcanzaron el primer arroyo en tierras de San Juan, y poco después la hacienda era entregada a su comprador. Cobró el Capataz, pagó a sus hombres, cumplió con la promesa hecha a la "Dijuntita Correa", llenaron sus alforjas y se dispusieron el regreso. Cuando pagaba la vuelta de vino del estribo, el Capataz llamó aparte a don Loncho:

- Le quiero pedir un gran servicio, amigo.

- Usté manda, patrón.

- De los patacones cobrados ya pagué a todos y separé p'los gastos 'e la vuelta. Quiero que si 'haga cargo del resto.

- ¿Yo? - Le brillaron los ojos bajo las tupidas cejas.

- Si, hágame la gauchada. Hi visto cosas que no me gustan. Sospecho que me asaltaran a la güelta, y a usté le tengo confianza.

- Si así lu'ha dispuesto ... - Y recibiendo los patacones que le alcanzaba el patrón, los desparramó a todo lo largo y ancho de su viejo tirador.

Bien sabía el Capataz por qué lo había elegido. A más de ser un hombre de agallas, se contaban de él muchas cosas que lo hacían aparecer como protegido por Dios o por el diablo. No era cuestión de meterse con él. Entre otras, se sabía que una noche había entrado a su rancho un individuo y que trató de coserlo a puñaladas cuando dormía. Sin embargo al primer golpe que le dio debió arrojar el puñal con la hoja doblada como una lata, porque ese cuerpo era de fierro o piedra y no de carne y hueso.

... Ya con los patacones en su poder no se habló más de aquel asunto. Un día habían andando por el camino de vuelta cuando de noche, como si los hubiera tragado la tierra, desaparecieron el viejo Justo y uno de los muchachos arrieros.

- Mal olor le tomo al guiso, - comentó don Loncho al Capataz al enterarse de la fuga. Será mejor que me corte solo. Si los asaltan, diga que la palta me la llevé yo y que me la quiten si son hombres. Y así lo hicieron.

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Los arrieros no pudieron menos que pensar que era cierto cuando se decía de don Loncho que era brujo, adivino o algo por el estilo. Cuando a la noche siguiente, dos individuos emponchados les cayeron encima, de repente, inmovilizándolos y apretando al Capataz cuando estaban dormidos.

- ¡La plata! - le gritó uno de ellos.

- No la tenimos ¡Ya se la llevaron!

- ¿¡Quién!?

- ¡Don Loncho se la llevó!

- ¿¡Pa'donde!?

- No sé ... se cortó solo! ¡El se la llevó!

- ¡Ta que l'hicieron linda! Pero lu'agarraremos ande sea al viejo ese!

- ¡No vayan a hacer desatinos, por favor! - Les rogó el Capataz cuando vió que guardaban los puñales y se alejaban hechos unas fieras. Llevándoles las alforjas y los tiradores, las sombras aquellas se hicieron perdiz en medio de la noche oscurísima. A todos les pareció que la voz de uno de aquellos emponchados era la del viejo Justo.

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Con los ojos bien abiertos y la mano cerca de la cintura donde encajaba el puñal, don Loncho dejó la oscura huella que venía siguiendo y se raleó para lo más cerrado del bosque. Cuando llegó la noche, lo alumbraba una alegre llamita en un desplayado y unos mates lo refrescaban. Aseguró luego la mula a pocos pasos suyos, avivó el fuego, en el puso algunos palos gruesos, tendió el apero y se acostó. El sueño lo buscó enseguida; tanto zangoloteo le traía los huesos molidos. Pero antes de caer rendido, se persignó, dijo las palabras redobladas que acostumbraba repetir todas las noches y sólo entonces se dejó llevar por el sueño.

Sin embargo, más de una vez, esa noche, los bufidos y los estirones que pegaba del cabestro la mula, lo despertaron sobresaltado.

- ¡Noche fiera, caray! ¡Qué te pasa, petiza! - Pero la mula continuaba pateando, bufando y amusgando las orejas, como si los rondara el diablo. Durmió poco y mal; cuando venía el alba, ensilló, arrolló el lazo y lo ató a los tientos. Al asomar el sol, cortó el rastro de un enorme puma sobre la tierra húmeda de rocío; se le echó encima por darse el gusto, nomás, y a pocas varas dio con un desplayado en el que parecía que el mismo "uñudo" se hubiera estado revolcando. A más de los rastros del bicho, había otros de cristiano. Observando aquí y allá, encontró entre los churquis una tira de tela amarillenta, descolorida, que le pareció haber visto no hace mucho tiempo. Ya sobre los pastos, el rastro del cristiano y un hilo grueso de sangre que no se cortaba, fue, además, lo que vió con preocupación.

- ¡Pelea brava ha siu! - pensó entre los bufidos de la mula - ¡Pobre hombre! - Y sin poder arrancar todavía de su cabeza el pensamiento de quién habría sido el desgraciado que tuvo ese encuentro con puma tan bravo, continuó el viaje al sereno andar de la mula.

Un día y una noche más anduvo sin dar con rancho alguno, hasta que por fin llegó a Candelaria. Allí habían quedado de reunirse con el Capataz y sus compañeros, que ya lo esperaban impacientes por conocer lo que pudiera haber ocurrido.

- ¡De que lo siguieron, tamos seguritos! - le repitieron.

- ¡A tiro lu'han teniu ... ! ¡Si lo llevaban al rastro! Usté tiene un Dios aparte, don Loncho!

- Y güeno ... ya ven; cuando uno se porte bien, Dios no lo deja de la mano. ¡Otra vez l'hi sacau linda! - Y sonriendo con su sonrisa de bueno, se encogía de hombros.

Ya en el pago, no pasó mucho tiempo sin que se supiera que el viejo Justo había regresado poco después y que se encontraba en su rancho, medio perdido en una isleta de monte; pero no se dejaba ver por nadie, comentaban. "Se esconde como un enfermo de la peste" y agregaban.

Eso fue hasta que alguien más sagaz pudo acercarse a escondidas y no tardó en desparramar lo que había alcanzado a ver. El viejo Justo estaba muy herido; y no eran de puñales tales heridas aunque algunas sobre el pecho lo parecieran, sino de uñas afiladas, que le habían hecho volar limpio el párpado de un ojo. Además, se supo, el mismo rostro del viejo tenía unos arañazos profundos, que dejaban pensar muy bien que era el mismo mandinga el que lo había marcado a fuego para todo el viaje.

de "Cuentos del Conlara"

Hombre de la ciudad

En silencio, agobiado,

quebrados los pasos ...

desamparado, ciego, sordo

en la impenetrable jungla

de estruendos y bocinazos ...

Desolados los ojos

y enjaulado el corazón

del hombre de la ciudad.

Pisoteado, empujado, agredido,

humillado por la lengua

de ciertos colectiveros y taxistas,

sin identidad, sin nombre,

las palabras secas

colgando de los labios

y el corazón jadeando

en su jaula de humo ...

y el dolor y la muerte

ahí, pegados a los pasos

del hombre de la ciudad ...

y la risa y el llanto

creciéndole en costras

sobre la pálida piel

del hombre de la ciudad.

Quién podrá devolverte un día

esa música secreta del corazón,

no la alegría de pensar

en el festín del próximo domingo,

no la que nace de imaginar

que por fin acierta

los trece resultados del "prode",

no la de soñar

su billetera repleta de billetes

aunque quede el tendal de despojados,

no ésa,

sino aquella, suave, sublime,

susurrante y profunda

que mana

como limpio hilo de agua

de pura amistad,

del amor sin lacras ni cotizaciones?

de "Pájaros y flautas"

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