María Delia Gatica de Montiveros
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Parte de su obra |
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![]() Nació en la localidad de Luján (Provincia de San Luis) en 1907. Se recibió de Maestra Nacional en la Escuela Normal "Paula Domínguez de Bazán" de San Luis, y se graduó de doctora en Filosofía y Letras en la Universidad Nacional del Litoral. Realizó una extensa actividad docente. Se desempeñó como profesora de las cátedras: "Pedagogía Contemporánea", "Introducción a la Pedagogía", "Metodología y Práctica de la Enseñanza" en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de San Luis. En el nivel medio, fue profesora de Castellano, Latín, Literatura, Historia Argentina y de Cultura, en distintos establecimientos secundarios de la provincia puntana. Asistió a numerosos congresos, jornadas y encuentros en diversos puntos del país, y desarrolló una intensa labor de investigación. Fundó y presidió el Centro de Investigaciones Folklóricas "Dalmiro S. Adaro" de San Luis; fue presidenta de la filial de la Sociedad Argentina de Escritores, San Luis (1965/69 y desde 1978). También fue Directora de Cultura de la Provincia de San Luis (1966/67). Entre sus principales obras se encuentran: Libros: "Intención", poesías, 1941; "Pausas", poesías, 1942; "Dolor y júbilo", poesías, 1948; "Por los caminos de Luján", cuentos, 1948; "Juana Manuela Gorriti", estudio, 1948; "El Ala Centenaria", poesías, 1950; "Poemas para niños", 1954; "Cuentos de Don Benito", 1962; "Aires de mi tierra", poesías, 1969; "A la sombra del naranjal", prosa, 1976; "Familias fundadoras de Luján", crónica, 1979; "Mundo Plural y uno", poesía, 1980. Folletos: "El lenguaje y la Cultura", "Examen de la poesía actual", "Invocación al niño que fui", "La Iglesia de San Juan Bautista de Luján", "Mujeres de mi pueblo", "Juan Crisóstomo Lafinur", etc. Obtuvo numerosos premios: 1º Premio, Certamen Nacional de la
Leyenda puntana, 1954; 2º Premio Sociedad Interamericana de Escritores, 1952;
1º Premio, Instituto de Investigaciones y Divulgaciones del Folklore Cuyano,
Mendoza 1952, Becaria del Fondo Nacional de las Artes (1070/1971) y Delegada del Fondo
Nacional de las Artes. Además fue distinguida con el premio Divino Maestro por el Consejo Superior
de Educación Católica (1983). Falleció a los 95 años.
Sin dudas, su voz perdurará en el tiempo, a través de sus escritos y sus enseñanzas.
Quienes estuvieron cerca de esta ilustre puntana, destacaron que nunca dejó
de escribir, y como dijo el profesor Hugo Fourcade en las páginas del
entonces Diario de San Luis "allí está madurando en silencio, refugiada en
la más íntima intimidad de la artista mujer, de la artista madre, de la
artista esposa, de la intrépida luchadora de la cultura de San Luis".
Homenaje de despedida Mujer fuerte, mujer virtuosa, alma grande y generosa, maestra auténtica, personalidad modélica y paradigmática, eso fue la Dra. Montiveros con quien compartimos por largos años el trajinar sobre todo de SADE San Luis lo que nos regaló la preciosa e impagable oportunidad de conocerla y de valorarla, en lo cotidiano, en lo de todos los días donde cada gesto suyo cada palabra suya iluminaba y clarificaba la dirección exacta por la que había que marchar. Lo que expreso como vivencia personal estoy seguro que lo compartieron y lo seguirán compartiendo hoy quienes integraron las sucesivas comisiones de la entidad de los escritores puntanos que encontraron en la Dra. Montiveros a un tipo humano impar, una consejera, una guía, una conductora insuperable. En una ocasión como esta, triste al fin, todas las consideraciones que puedan hacerse resultarán ineludiblemente vanas, intrascendentes porque el ser apreciado al que se las dirigimos ya no puede oírlas aunque anhelamos que de algún extraño modo lleguen al lugar donde ahora mora. De ahí que rescatemos aquellas oportunidades en que nos tocó, diré providencialmente, decirle a la Dra. Montiveros, teniéndola presente, cuántos méritos le reconocíamos, cuanto había trabajado aportando su ciencia en el campo de la historia que nos es propia, cuanto en la investigación folklórica, cuanto en el ministerio poético que hacían de ella un referente tal vez el más altamente calificado de nuestra cultura, cultura que ayudó a forjar mediante los frutos óptimos de su inteligencia privilegiada, desde su inolvidado terrón natal de Luján. Por sobre su obra que quedará firmemente anclada en la geografía que destaca la triple vertiente de lo literario, lo folklórico y lo histórico de nuestro pequeño país, rescato la autenticidad de su vida, su vida de fe cristiana y católica, su fe testimonial sin fracturas, ni declinaciones, sin apariencias, ni dudas, como fue su conducta de una sola invariable línea recta. Hizo mucho, muchísimo la Dra. Montiveros a lo largo de los 95 años plenos y fecundos que Dios Nuestro Señor le permitió vivir, siempre aleccionando, enseñando, alentando, sugiriendo lo mejor, lo más alto, lo más noble para nuestras existencias ayer reconociéndonos sus alumnos, sus discípulos universitarios y más tarde, sus amigos, sus inseparables compañeros en las tantas veces duras y difíciles empresas del espíritu. De esa relación sugerente y aleccionadora tomamos a lo largo del tiempo mil un ejemplo recogiendo una lección, una bella y enriquecedora lección de vida. Creo con sinceridad que en María Delia Gatica de Montiveros se hizo carne, fermento unitivo, aquella sentencia atribuída a Jorge Manrique: "Velar se debe a la vida para que viva que en la muerte". Porque velar significa casi una vigilia, un estar despierto, un continuar trabajando e iluminando cuando otros duermen, un cuidado amoroso de aquellas cosas que debemos atender. Solo así como fue la existencia pródiga de la Dra. Montiveros, su vida quedará viva en la muerte. Tiempo atrás allá por setiembre de 1988 tuvimos la feliz ocasión de presentar el libro de la dra. Montiveros que tituló "Rescatando la memoria de la mujer puntana". En mis palabras me permití la licencia de hacer en público una observación a lo expresado en su obra. Tras el acto me escribió una carta que guardo cual un tesoro donde entre otros conceptos me expresó: "Ciertamente Ud. hizo de mi un elogio excesivo que le agradezco con el lenguaje tácito del corazón. Pero tengo para mi que también quiso enseñar algo y es que no hay que esperar la desaparición física de una persona para poner de manifiesto sus muchos o pocos valimientos. En mi caso, lo poco que con constancia enamorada hice por la comunidad. Tomó Ud. la senda poética y fue in crescendo. Ciertamente dos grandes fuerzas tiene la palabra, la Verdad y la Poesía y Ud. las maneja admirablemente. Más ayer fue tan luminosa la vibración de su aliento poético, que creó una atmósfera de intensa espiritualidad. Y a mi me pareció casi una profanación romper esa fanal de alada belleza. Me sentí vacilante y temerosa antes de hablar. Acaso hubiera sido mejor dejar pasar algunos instantes para gozar más de esa plenitud de la palabra poética. Gracias... todo lo que ha dicho con extrema generosidad en lo que a mi respecta; quien podría hacer más cumplido elogio después de mi muerte. Lo abrazo en Cristo N. S. María Delia". Me anticipé al elogio, a la loa, al reconocimiento porque lo creí justo. Y ahora cuando ya la dra. Montiveros no está físicamente acompañándonos, compruebo y constato cuan pobres, cuan limitadas fueron mis apreciaciones hacia su ilustre y preclara persona. Señora María Delia maestra incomparable: que el Señor le conceda un Paraíso difícil, erecto e implacable donde no se descanse nunca, que tenga junto a las jambas de las puertas, ángeles con espadas. María de las Dolores Benito Rosales estaba hecho para las grandes empresas. En un tiempo, siendo joven todavía, se le había metido entre ceja y ceja ir hasta el fin del mundo. El fin del mundo, siendo el límite extremo de la tierra, para don Benito no podía estar en otra parte que en esa línea fina y lejanísima donde se une la tierra con el cielo. Benito Rosales no era un hombre de podrirse cavilando. Un día decidió, y esa noche dejó su mula mora en el potrerito de al lado de las casas, preparó las alforjas con bastantes provisiones, y al amanecer del día siguiente, brillando aún esplendoroso el lucero del alba, ensilló su mula y salió del pueblo sin ser visto por nadie. No era esto raro en él, pues con frecuencia se sabía de sus viajes y desmedidas hazañas sólo cuando volvía al pueblo, y en su justa oportunidad los contaba. Partió, pues don Benito, rumbo al fin del mundo, dispuesto a cortar campos y caminos para abreviar distancias. La mañana se alborozaba aún con los pájaros y las flores recién abiertas cuando el viajero, según sus cálculos, ya había dejado leguas atrás el pago. No de balde había preferido esta vez la mula mora - ¡tan trotadora! - a su lindo tiznao. ¡Tendría que andar tanto sin disponer de animal de repuesto! Cuando el sol bañó la tierra, el estómago le pidió algo de comer; pero apenas embuchó bocado y dio resuello a la bestia, siguió andando, contento como un chingolo y fresco como una verdolaga. Ajustó su rumbo, de cara al sol naciente. ¡Como marchaba la mula mora por esos campos de don Juan Tomás! Pero luego no más entró en una comarca desconocida, y a medida que andaba se le iba haciendo raro el paisaje, con otras variedades de plantas con otras voces de animales. En el mediodía radiante y caluroso buscó la sombra de un árbol, se apeó y aflojó la cincha a la mula y la dejó sin freno junto a una mata de pasto. Comió de su vianda apresuradamente, y enderezando el apero, montó animoso y prosiguió su marcha forzada. Por mucho tiempo el sol le pareció clavado sobre la cabeza, de modo que ni sombra hacia la mula en el camino, ora desparejo, ora llano; ya duro, ya arenoso. Luego el astro rey comenzó a apartarse poquito a poquito del cenit, mientras que las tierras que cruzaba eran cada vez más extrañas. Pero él, ansiando llegar al fin del mundo antes que oscureciera, apenas si tenía tiempo para admirar. Así atravesó un río seco cuyas piedrecitas eran todas granos de mazamorra; y después un torrente de leche; y luego llegó a la inesperada confluencia de ambos, donde no pudo menos que detenerse un punto para saborear la mazamorra con leche que jamás hubiera comido. ... y seguía el tenaz viajero. Ya el sol le daba de pleno en la espalda; mantenía, pues, el ala del sombrero bien baja hacia atrás, para que no se le cociera la nuca. La tarde fue larguísima. Parecía que en esta singular contienda el corredor del cielo tardaba demasiado en descender y desaparecer. Doró el sol aquellos campos de Dios; don Benito volvió el rostro hacia atrás, y en una lejanía inconmensurable percibió como el recuerdo de la sierra de sus pagos; más parecía miniatura de papel, juego dorado de la fantasía que cosa real. Lo que bien pudo ser pura ilusión de sus cansados ojos. Pero no hay día que traiga su acabamiento; también en éste bajó el sol y desapareció. Benito continuaba su marcha, imperturbable. Vinieron las sombras lilas, luego las moradas; asomó la luna en menguante, y la senda y los campos se poblaron de infinitos embrujos. No le doblegaron éstos, ni el sueño, - ¡tan ladino! - al obstinado buscador del horizonte; antes bien, prosiguió, impertérrito aún después que la luna pálida se ocultó. El vió de cerca el escondrijo de la luna, pues a esa hora y por esos lugares del mundo la comba celeste se había aproximado mucho a la tierra. Siguió andando don Benito; ya veía el cielo sobre su cabeza; después, levantando la mano, lo tocaba. Crecía su satisfacción, aunque aumentaban también las sombras y el frío. Pronto la techumbre celeste se había bajado tanto, que Benito tuvo que apearse y caminar agachado, llevando a tiro la mula. Vió después que no podía seguir andando con el animal, entonces desensilló y la dejó, llevando consigo sólo una parte del apero. Finalmente, cuando no pudo avanzar más, porque la techumbre celeste casi lo apretaba, se envolvió en la colchita y se quedó quieto, sospechaba, mejor dicho le susurraba el corazón que había llegado al fin del mundo, pero en las tinieblas no podía ver la suspirada línea donde el cielo se junta con la tierra. Para ello debería esperar la luz del nuevo día, pensaba, - ¡tan cansado¡ - se quedó dormido. No supo el tiempo que se durmió, pero comenzó a despabilarse con una extraña sensación de bienestar; un suave calorcito le corría las venas y le regocijaba el cuerpo hecho a todas las fatigas. Cuando abrió los ojos vió lo inaudito: se encontró acostado entre el borde de la tierra y el filo del sol, pues en la noche que no olvidaría más, había ido a parar al mismísimo lugar donde el sol roza la tierra al salir. Un poco atontado se dio cuenta también de que el cielo se levantaba como para abrirle cancha al sol. Pero no era el momento para quedarse pensando, pues un gran tizón empezaba a calentarle demasiado el espinazo. Se puso de pie y alzó la colchita antes de que el sol la hiciera yesca y sin sombra de sueño ni fatiga, recogió el apero, ensilló la mula y se volvió a Luján, tan contento ... de "Cuentos de don Benito" sentir en torno del foco cordial de las viejas cosas, las memorias queridas que nunca abandonamos, pero que en los fanes ciudadanos quedan en retaguardia, vigilantes. Volver a ser quien fuimos, quien somos, quien seremos; ser en esencia, sí, y vivir esta esencia inmarcesible bajo tanta mudanza. Y sentir en el sueño y la vigilia que tenemos ráiz; que no somos del viento despiadado donde aúllan lo lobos; que somos planta humana de clara permanencia nutrida por la tierra madre y el aire padre del pueblo en que nacimos y crecimos. Sentir que en ese sitio, donde su casa nuestro padre alzó, hace siglo vivía el bisabuelo, y a su turno el abuelo. Comprender, finalmente, que en este sacro sitio habremos de encontrar nuestro profundo yo, si al retornar volvemos a las memorias viejas, o si, con gusto bíblico, al amparo del cielo, dejamos que nos caiga por las albas el divino rocío. me asomo a la ventana por gozar el paisaje prodigioso que me brinda Luján cada mañana. El verdor se despliega desde la sierra virginal, azul. Lejana alamedas, progresión de macizos saucedales, y casi en primer plano, un grupo de fortísimos naranjos. ... Y yuyos, y gramilla esmeraldina, y las cañas fastuosas decorando la planicie que baja hasta la calle. No es mi campo, ni huerto, y es todo eso. En divino desorden el paisaje muestra la obra de Dios y la del Hombre. Y tengo un alto premio diariamente por abrir tan temprano la ventana: es ver cómo la más áspera cima con los primeros rayos se ilumina. Luego queda un momento el alto valle en espera del disco luminoso. Asoma el sol. ¡ y todo triunfa en plenitud y gozo! |